Hace semanas que vengo intentando escribir este posteo, buscando que sea honesto, claro y medianamente breve. Esto último no creo haberlo logrado.Esta reflexión trata sobre la victimización que MEO ha construido en torno a su retorno a Chile del exilio en Francia y, concretamente, sobre su paso por el colegio Alianza Francesa. Fui contemporáneo suyo en ese colegio (lo he vuelto a cruzar en otras etapas de su vida) y los recuerdos que tengo de él, de esa época y de esa institución desmienten sus aseveraciones. Con esta misma certeza, hace algunos días, una ex alumna lo encaró en televisión, en el programa “las cuatro caras de la moneda”. No tuve oportunidad de ver ese programa ni he podido encontrarlo en internet pero intuyo que existe alguna sintonía entre mi análisis y el suyo.
Contrariamente a lo que MEO dice, la Alianza Francesa no era un colegio conservador. Era, y debe seguirlo siendo, un colegio eminentemente burgués, muy exigente académicamente y celoso de la disciplina escolar. Ahí también se respiraba la dictadura a pesar de ser una suerte de burbuja bi-nacional, estaban prohibidos la organización estudiantil y el proselitismo político, y quienes éramos alumnos y veníamos de familias comprometidas con la oposición, que no éramos pocos, nos movíamos dentro de una discreta red de solidaridad y complicidades que involucraba a profesores, inspectores, administrativos y apoderados que se reunían en secreto, que engrosaban marchas y manifestaciones públicas, y que se dateaban sobre determinados personajes sospechosos de colaborar con la CNI. Como en cualquier otro colegio y liceo chileno por entonces.
Pero a diferencia de cualquier liceo en esos años, y de la gran mayoría de los colegios privados, en la Alianza Francesa se aprendía a ser librepensador y se fomentaban el debate pedagógico y la honestidad intelectual. Para un país donde imperaba una dictadura de hierro, honrar sistemáticamente el mito libertario de la Revolución Francesa no era poca cosa: trazaba el camino de un desenlace lógico que era la valoración de la justicia y la rebeldía estudiantil. El conflicto se producía al querer sacar ese espíritu crítico, democrático y reivindicativo de las aulas hacia el patio.
A partir de 1986, mismo año en que MEO retornó a Chile, el colegio comenzó a bullir políticamente y afloró una vanguardia estudiantil que, contrariando las directrices institucionales, constituyó un Centro de Alumnos y representaciones por curso, organizó manifestaciones al interior y al exterior del establecimiento y comenzó a publicar una revista que zig-zagueaba en el límite de lo permitido. El Centro de Alumnos se afilió a la FESES, se constituyó una célula de la Jota, había delegados en algunas tomas de liceos de Santiago, y surgieron reivindicaciones relativas a la vida escolar y a la libertad de expresión que, en general, contaban con el apoyo del profesorado francés y chileno. Las diferencias contractuales y de nacionalidad de unos y otros determinaba distintos grados de compromiso y visibilidad, pero a medida que se fueron ganando espacios se fue haciendo evidente que el grueso de las plantas pedagógica y administrativa era contrario a la dictadura.

De ahí que si queremos caracterizar ese colegio en la segunda mitad de los años 80' hay que describirlo como un espacio de lucha entre el alumnado de oposición que vivía en un estado de movilización, y el alumnado pinochetista que rechazaba pasivamente aquella efervescencia. Este último segmento no era menor: por nombrar algunos, los había hijos, sobrinos y nietos de jerarcas de la dictadura como el propio Pinochet, Carvajal y un par de ministros, y del empresariado pinochetista. Este campo de lucha, en un sentido sociológico, tenía dos tipos de actores perfectamente identificables que, en ese entonces, se denominaban “de oposición” o “comunistas”, y “fachos” o “momios”. Así era el Chile de entonces, binario, y, contrariamente a las ideas instaladas, en la Alianza Francesa esas categorías se cruzaban con otra, socio-económica: los fachos eran cuicos, adinerados, ostentosos, y los de oposición eran clase media-baja, media y media-acomodada; “rotos” al decir impropio y clasista del cuiquerío facho.
A este ajedrez fueron llegando progresivamente retornados del exilio en Francia. Ese colegio desarrolló una política explícita de acogida e integración que se tradujo en una multiplicación de espacios culturales, artísticos y de expresión, así como en una revisión de los contenidos pedagógicos. MEO fue uno de varios cientos de retornados, casi todos perdían un año para ajustarse al sistema chileno (con mayor razón si no hablaban castellano) y al calendario del hemisferio sur. Meo no fue ni el más importante ni el más irrelevante. Sí, un caso de laboratorio. Era hijo de Miguel Enríquez, el revolucionario (muchos aprendimos entonces quién era ese personaje), pero era un cuico ostentoso que ya entonces usaba chaqueta y corbata, camisas y poleras polo, tan ajenas al uniforme reglamentario (y qué decir en Francia donde no se usa uniforme en la educación pública).
MEO, que en ese entonces se hacía llamar Marco Antonio, rehusó de plano vincularse con la movida de oposición arguyendo miedo, desinterés y diferencias culturales. Prácticamente no hablaba español, cosa bastante insólita para el resto de los chilenos y sobre todo de los retornados que en el peor de los casos lo hablaban con pésimo acento. Y además encontraba que esa cosa charango-lila, compañero, era de una rotería feroz. Él venía de concluir su primaria en el liceo más aristocrático de toda Francia, el Henry IV, en el corazón histórico de París, donde tradicionalmente se forma la crema de la República, a pocas cuadras de su domicilio, y de ahí a mancharse las manos pintando un papelógrafo o a trasladarse en liebre a una reunión semi-clandestina en algún barrio más abajo de la Rotonda Pérez-Zujovic, discutiendo en torno a un jugo Yupi con liceanos shilenos que hablaban a puro garabato, non monsieur, oulalà! Había un mundo de diferencia. Ahí se ganó el mote de “fleto”, no en su acepción puramente homofóbica sino en el sentido amplio que se usa para denostar a alguien por temeroso, fino, aristócrata, quisquilloso, asquiento, etc.
Entonces MEO comenzó a codearse con el cuiquerío más duro, el que se sentía dueño del país y que por entonces lo era plenamente. Esto lo sé de oídas: lo incorporaron en sus taquilleos al Eve, a los Cobres de Vitacura, al Apumanque, a Cachagua, incluso en un par de fechorías de niño rico de entonces como robarle el Whisky y el auto al papá. MEO buscó brillar por su elegancia, por su soberbia, con las minas tuvo eco, pero del resto se transformó en el bufón “comunacho”. Hasta que le salió un peso pesado en el camino que le hizo saber que para erguirse en dominador de esas lides había que saber golpear. Le lanzó el guante y entre todos lo obligaron a recogerlo. Lo convocaron y lo forzaron a presentarse en un cuadrilátero improvisado. Lo rodearon para que no huyera, su contendor lo golpeó y MEO no supo ni quiso jugar el juego. Lloró. Y se ganó el mote de “fleto” nuevamente, desde el bando contrario, ahora por “poco hombre” y llorón.
No es ésta historia para regocijarse, al contrario, es una historia dramática de un niño que retorna a su país que no conoce ni entiende. Es una historia compartida por un grupo importante dentro de una generación de adultos jóvenes chilenos. Lo que rechazo respecto de la victimización escolar que MEO hace de sí mismo no es su derecho legítimo a reclamar, es su falta de autocrítica, y la falta de crítica hacia su entorno inmediato.

Él reclama en contra del clasismo de la Alianza Francesa, pero matriculó a su hija en ese colegio. Si en algo ha cambiado su composición socio-económica entre fines de los 80' y hoy es en que ya no existe esa camada de retornados que aterrizaron haciendo valer su derecho francés a la gratuidad escolar y que venían de distintos estratos de la sociedad francesa. Ese colegio ya no tiene hoy la diversidad de clases de entonces, hoy es un colegio homogéneo, AB (ni siquiera C1). Sí, él fue víctima de clasismo, pero por pije y no por roto. Fue víctima de un imaginario que con el tiempo se reveló inexacto, de asociar pinochetismo con cuiquerío. En ese tiempo, dado el inmenso arribismo que exudaba, MEO estaba en las antípodas de lo que se entendía como una persona de oposición.
Fue víctima, en efecto, de sus orígenes y de su pasado, como ha dicho: como hijo de Miguel Enríquez, en el imaginario colectivo estaba determinado a participar activamente en la red escolar de oposición a Pinochet, pero eso más que a su historia apelaba a su prehistoria, a algo que él no conoció nunca por estar viviendo en una postal parisina aislado de la realidad chilena. Fue víctima, en definitiva, de la rigidez de la sociedad chilena de entonces que difícilmente podía concebir que el hijo de un emblemático revolucionario pareciera sacado de la corona francesa.
Pero ante todo, y a esto quería llegar, fue víctima de la imprudencia de su madre que accedió a enviarlo sólo, con trece años, a un país que le era desconocido, cuyo idioma no hablaba, para que se hiciera cargo de él su padrastro que pasaba las horas del día y de la noche haciendo política en circunstancias inciertas. Por todo lo anterior puedo entender la experiencia traumática de ese niño, acostumbrado a la comodidad y la sobreprotección, en ese o en cualquier otro colegio.
No defiendo la Alianza Francesa, sufrí mucho bajo su disciplina y sobre-exigencia curricular, fui objeto de clasismo y de xenofobia por parte de compañeros de curso, pero creo que MEO se hace un flaco favor terapéutico achacándole a un colegio sus problemas de descontrol adolescente y de desencaje cultural. Por lo mismo, cuando ha dicho acertadamente que entonces “el retornado era una identidad nueva”, debe entender que era una identidad en construcción que la gran mayoría de los retornados de ese colegio y otros colegios construyó, no sin dificultad, en paralelo a él, de forma admirable.
Toda lo anterior tiene una relevancia política que no se puede obviar: ese mismo patrón de negaciones y de enajenación de las problemáticas Meo lo aplica en su discurso de candidato: ataca la innegable elitización de la Concertación pero no se reconoce como un beneficiario indiscutible de ello; rechaza el odioso clasismo chileno pero no se reconoce en esas prácticas como sí lo hacemos muchas personas que lo hemos conocido en su etapa escolar, universitaria o profesional; reclama en contra del oportunismo de la clase política chilena en circunstancias que su ejemplo es una cátedra de ello.





































